viernes, 24 de noviembre de 2006

Campo de Flores.

Llamo a la puerta de una piedra.
-Soy yo, déjame entrar.
No puedo esperar mil siglos
para estar entre tus paredes.

Wislawa Szymborska


Si recorremos la historia de la humanidad, desde los remotos tiempos del Faraón, nos encontramos con un sinnúmero de personas, que por ser y pensar de manera diferente, han sido subyugadas a arrastar pesadas piedras desde la cantera para construir el monumento de su exterminio. Ahora sobre sus cuerpos inertes gravitan piedras...

La obra de Luis Prato surge a partir de la extracción de las placas de mármol que conforman el Memorial a los Detenidos Desaparecidos del Cementerio General. Este arranque refleja de modo accidental el suceso histórico nacional que este mármol debió conmemorar, al cumplirse su transitoria demolición en dicha fecha (agosto 2003), a casi 30 años del golpe militar.

Esto se puede comprender como un gesto inconsciente de indolencia. Sin embargo, haber llevado más allá lo sensible y mundano, que aquí significa la cubierta de mármol grabada con nombres de los ausentes, quiere decir como metaforización, traer más acá al “otro mundo”, por medio de aquella Nada que implica la desaparición semiológica de los desaparecidos.

La orden y la necesidad de su retiro provino de una modificación del listado de nombres de detenidos desaparecidos. Involuntariamente, esto opera con la memoria de un cuerpo social que aún busca un lenguaje para resarcir desde distintas esferas y propuestas su doloroso pasado.
Las placas al momento de ser sacadas, cedieron en su morfología a un estado de composición amorfa. Ahí se trizó la palabra, las letras cayeron en fragmentos y abandonaron sus nombres. Las cifras se desprendieron de sus fechas, esparciendo el universo onomástico de los desaparecidos por un tiempo inconmensurable en la tierra, dejando libre el oscuro hormigón del muro para un nuevo listado.

Es en ese intersticio del tiempo, en el quiebre del mármol, al desprenderse el relato de la historia oficial, cuando surge una mujer -Manuela Biedma- en la cadena descendiente de los detenidos desaparecidos y se encuentra ante los trozos semiológicos en prenda de su padre y encomienda al artista para que los recupere a través de un proceso histórico-estético. Esto recuerda a la remota voz fragmentaria de Moisés, que a su vez encomienda a Aarón la empresa de liberar a su pueblo del Faraón[1].

Prato se propone indagar en las tinieblas de la memoria. Elige, recoge, lee[2] de los trozos y compone una nueva morfología del rompecabezas entre escombros a la intemperie, adonde éstos fueron desterrados. Apoyados unos a otros, inclinados se apuntalan en fragmentos de inscripciones; epitafios de la primera y última escritura, corroídos por el tiempo. Es el mismo mármol blanco de tiempos inmemoriales, transformado en lápida solidaria, cuyos fragmentos como voces, tartamudean en el eco nocturno del pueblo.

La intervención escultórica de Prato puede ser evocación a la alegoría de un osario. Este último desfila como arquitectura acumulativa, levitando entre los trozos de lápida, redimiendo su peso histórico a la expectación del hallazgo de su cuerpo. Ahí, detrás de esa lápida eterna es sólo la oscuridad. La obra de Luis Prato desenvuelve en pasos geométricos una danza macabra a lo largo de Chile, en cuya alquimia se transforma la ausencia grabada en la memoria de piedra por un campo de flores. Esperando de reincorporarse en dicha levedad, de la última caída del edén.


Llamo a la puerta de una piedra.
-Soy yo, déjame entrar.
-No tengo puerta- dice la piedra.

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[1] En los primeros encuentros que tiene Moisés con la divinidad se niega a obedecer la misión de liberar del yugo a los israelitas de Egipto. Moisés se siente imposibilitado de dialogar con el Faraón. Al parecer, él tiene problemas con el lenguaje y así se encomienda a su hermano Aarón, por su voz, estando él presente para llevar dicha misión acabo.
Supuestamente su tartamudez le impide realizar la petición divina. Tartamudez que él adoptó buscando el eco de su soledad en el destierro del desierto, permitiéndole en una especie de soliloquio escuchar su voz una vez más.

[2] Estas palabras derivan de lat. legere