viernes, 15 de diciembre de 2006

Una pluma... tan sólo huella de una caída

Frazer narra en su estudio sobre magia y religión, como los hechiceros fineses solían venderles viento a los marinos detenidos en el puerto por la calma. El viento estaba encerrado en tres nudos; si deshacían el primero, se levantaba un viento moderado; si soltaban el segundo, un ventarrón, y si aflojaban el tercer nudo, se desataba un huracán.
En la Odisea, Ulises recibe los soplos en un odre de Eolo, el señor de todos los vientos, que habitaba en una isla flotante rodeada de una muralla de bronce, sobre una nube, en que tenía encerrado a los vientos en una cavidad nubífera celestial.
Una pluma sola o en grupos simbolizaría el viento; pues los animales cubiertos de plumas evocan el aire. Como principio y esencia de todas las cosas, éste se asocia al hálito vital y al espacio atmosférico; de hecho, en Oriente se afirma que morir no es otra cosa que olvidar de respirar. Las plumas aún simbolizan la fe y la contemplación.
En el intersticio entre una visión contemplativa y otra utilitaria se articula la obra de Laila Havilio, alegorizando de cierto modo estas líneas que preceden de la antropología clásica. Su intervención plumífera da lugar a una reflexión sobre la ilimitada relación lucrativa con la naturaleza. Crea un espacio estético para definir de una perspectiva diferente, la idea de rentabilidad en el inusitado procesamiento subrepticio de alimentos - específicamente aquí el del ave de corral -, su manipulación, hibridación, clonación, incluso abarcando el empleo de rayos gama en los alimentos de supermercados, a juicio de proteger al consumidor extendiendo la fecha de su vencimiento. Todo esto en su marcado afán optimizador de tiempo y recursos, parecieran derivar en una paulatina degeneración de la naturaleza, por decir, lo humano y el entorno suyo.
Desde un punto de vista ético, se destruye lo que se desconoce. Más allá de lo analizable, la vida, en su factores determinantes, planteados fuera de las observaciones científicas, sigue siendo el inexplicable fenómeno que pareciera ser tan sólo ahí demostrable, en su aparente destructibilidad material. Casi se confunde el conocimiento inacabado de la humanidad con la mera descripción de su indolencia, cuando al producir un “cortocircuito” en la cadena alimenticia, alimentando al animal vivo -valga el pleonasmo- con sus propias plumas, despojos de reses muertas y desechos, se enfrenta a la humanidad con amenazas de enfermedades como la gripe aviar o fiebre aftosa (“síndrome de vaca loca”, que al presentarse en humanos se denomina como “síndrome de Creutzfeldt-Jakob”).
Se cree por otra parte que estas transgresiones debieran afectar tan sólo el ámbito alimenticio, sin embargo, se observa que éstas reestructuran y reescriben la interacción ética y permean a través del aire, dejando marcas en todo lo creado.
Pienso en Atom Egoyan, cuando artistas asumen el papel de la biología y antropología contemporánea, al describir desde sus obras, en un amplio contexto de reflexiones sistémicas, transferencias de los efectos epidemiológicos e incestuosos al campo de interacción política y psicosocial.
Plantearse la antropofagia como alegoría del proceso, es replantearse la situación de producción bajo el stress del hacinamiento en que las aves se devoran entre sí mismas, para alimentarnos de su carne, aniquilándonos “con sus reses” mediante las últimas epidemias.
La artista señala, que en esencia, esta belleza de plumas dispuestas, forma y textura combinadas, sirve al escenario blanco, inmaculado, limpio y etéreo. Una estética sensible es quizás así la gélida expresión del horror. Plumas como símbolo de lo incorpóreo, vestigio y paradójica levedad serán sólo trofeos de un tiempo en el cual teníamos nexo con la vida
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